En épocas remotas, las mujeres se sentaban en la proa de la canoa y los hombres en la popa. Eran las mujeres quienes cazaban y pescaban. Ellas salían de las aldeas y volvían cuando podían o querían. Los hombres montaban las chozas, preparaban la comida, mantenían encendidas las fogatas contra el frío, cuidaban a los hijos y curtían las pieles de abrigo.
Así era la vida entre los indios onas y los yáganse, en la Tierra del Fuego, hasta que un día los hombres mataron a todas las mujeres y se pusieron las máscaras que las mujeres habían inventado para aterrorizarlos.
Solamente las niñas recién nacidas se salvaron del exterminio. Mientras ellas crecían, los asesinos les decían y les repetían que servir a los hombres era su destino. Ellas lo creyeron. También lo creyeron sus hijas y las hijas de sus hijas.
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Eduardo Galeano (Uruguay, 1940). Memorias del fuego. I Los nacimientos (1982). Siglo Veintiuno, Madrid, 1991, págs. 41-42.
Infausto destino que se sigue perpetuando...No sabía de esta leyenda, aunque sí de la tradición que olvidó a la madre Diosa y la sustituyó por un patriarcado dominado por Dios.
ResponderEliminarMartikka...
ResponderEliminar¡eres de las mías!
abrazo soleado desde Acapulco
Ro