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jueves, 16 de abril de 2009

Aplastamiento de las gotas

Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol.

Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.

Julio Cortázar

martes, 14 de abril de 2009

DOS COPAS DE VINO

El vino se inclinaba en la copa cuando ella la llevaba a sus labios recién pintados; saboreaba la calidez de la boca y se deslizaba garganta abajo en un descenso prolongado, tibio. La copa entonces vacía descansó en la mesa, ataviada con mantel blanco y cubertería de plata. ¿Qué hora era? El reloj de pared decía las diez, pero para la mujer que estaba sentada a la mesa parecía ser muy tarde en la madrugada. El cansancio, la pena y el hastío la llenaban, y volvía a llenar su copa de vino para intentar detener el tiempo en los destellos del cristal bañado por la intensa luz de la lámpara del techo. Le molestaba el resplandor, por eso encendió unas velas y se quedó así, con aquel tímido halo de claridad, esperando de nuevo.

Podía oir cada crujido de la casa, cada uno de los ratones que se movían en el sótano, cada golpear de las ramas en las ventanas. Podía sentir su corazón latiendo nervioso, cada temblor de su piel, cada uno de los miedos que presentía e imaginaba. Podía oler la cena en el horno, seguramente enfriándose; oler el afrutado aroma que despedía el vino que bebía, la fragancia del perfume que ese día estrenaba. Podía tocar la fina superfície de la copa que se llevaba una y otra vez a los labios, manchando el borde del poco carmín que le quedaba. Podía tocar aquel mantel bordado a mano que sólo ponía en ocasiones especiales; tocar sus lágrimas con sus dedos, detenerlas y saborearlas después en un gesto vano y extraño.

Su perro dormitaba en el sofá, cálidamente flanqueado por dos grandes cojines que casi lo ocultaban de la vista de cualquiera. ¿Qué clase de sueños ocuparían su noche? ¿Serían sueños tranquilos o sueños nerviosos como los que tenía ella últimamente? No podía pensar con claridad. No podía ponerse en el lugar de nadie. Estaba tan sola, o se sentía tan sola que el mero hecho de la simpatía, de la conexión con otros sentimientos la alejaba demasiado de sí misma, y eso la asustaba. Volvió a llenar su copa. Pronto debería ir a por otra botella si quería que todo estuviera a punto para cuando él llegara. Tal vez se había retrasado el vuelo, o tal vez llegara de un momento a otro, cuando menos lo esperara. Su peinado... Fue al baño y delante del espejo se retocó el flequillo, los rizos que le adornaban la cara; quizás debiera maquillarse un poco más... El rimmel ennegrecía sus pestañas cuando le pareció oir la llave en la cerradura. Con el corazón hecho un nudo enderezó la espalda que había inclinado para verse mejor y guardó su neceser en el armario para apresurarse hacia la entrada.
Nada. Sólo había sido su imaginación. Volvió a la elegante mesa y volvió a llenar su copa en un gesto tan usado que hasta le cansó el repetirlo. Empezaba a sentirse mareada; la verdad era que no había comido nada desde bien pronto en la mañana. Recordaba que había ido al gimnasio y había batido su propio record de abdominales; había hecho la compra y a partir de entonces todo estuvo dirigido a aquella cena, a aquella cita que tanto ansiaba. Encadenada a la copa bebía y bebía, comenzaba otra botella y volvía a beber mientras el tiempo recorría su camino en línea recta, sin detenerse un instante para complacerla. Comenzaba a dudar de que vendría, de que alegraría aquella sala oscura, aquellas manos dormidas agarradas a aquella copa de vino. Llegaron las once y las doce. A la una entró en la cama, perdida entre los sollozos que le provocaban la pena y el alcohol.


El vino se inclinaba en la copa cuando él la llevaba a sus labios gruesos, sensuales; saboreaba la calidez de la boca y se deslizaba garganta abajo en un descenso prolongado, tibio. La copa entonces vacía descansó en la mesa, una mesa para dos en un restaurante lleno a rebosar de comensales que llenaban con sus charlas el local sobrio, de decoración ostentosa. Los gestos de sus manos eran pausados y amables; a veces, casi sin darse cuenta, rozaban las manos de la mujer que se sentaba enfrente, bella y lánguida. Él casi acariciaba su copa cuando volvía a llevársela a los labios. Su infidelidad le excitaba los ánimos, le exaltaba el interior, le producía un intenso gozo mezclado con el nerviosismo propio de quien transgrede las normas, los preceptos del matrimonio.
Un violinista liberaba de su instrumento notas bellas y sugerentes, sumamente placenteras, mientras los camareros parecían danzar en torno a las mesas, sirviendo platos y fuentes repletas de exquisitas formas y olores. Todo era bello, susceptible de guardar en la memoria para siempre, tal y como guardan las aves el recuerdo de su primer vuelo, su primer contacto con el aire fresco de la mañana. Todo era allí y ahora, sin importar nada más. Su copa de vino se vaciaba una y otra vez con la ligereza propia de lo que se considera a sí mismo parte integrante e integrada. El sutil reflejo de los colores en el cristal se podía mezclar con el brillo de su mirada feliz, con un trasfondo, eso sí, de remordimiento, de inquietud por lo que a su mujer refería. Pero qué importaba ahora... Levantó su copa y bebió del vino que le ofrecía, despreocupado.

http://losmanuscritosdelcaos.blogspot.com.

Marta Abelló (España)




EL ESCRITOR DE ESCRITORES


Él es el escritor de escritores, el creador de universos, vidas, proyectos e ilusiones. Él surge de un mundo en el que él mismo es imaginado, y ahora, en su madurez, concibe nuevos mundos que a su vez le imaginarán a él.

Proyecta la Tierra, los mares y los cielos; la naturaleza entera. Insufla aire en cada ser viviente que germina de sus ideas y les da poder para manejarse a su antojo, para pasearse y vivir por el suelo que ha creado. Ha visto que es bueno y continúa imaginando.

Crea cada retazo de historia: desde los episodios en las más remotas de las cavernas, pasando por las batallas más sangrientas, más simples, más aburridas; provoca batallas cualquiera en los campos más alejados, los más remotos, abruptos o cercanos a las ciudades. Organiza múltiples expediciones, descubrimientos y construcciones; los reinados más crueles, los más benignos y los menos destacados. Por sus manos pasan infinidad de asesinatos, matrimonios, separaciones y amores fustrados. Le crecen sabios, multiplica simples mortales para hacerlos hombres ilustres, ambiciosos, despechados, felices, trabajadores, vagos y criminales. Firma millones de acuerdos, paces, tratados, sentencias de muerte y constituciones. Provoca crisis monetarias, pestes, las más terribles enfermedades, muertes crueles, hambre, desecaciones y polución.

Escribe sobre cada uno de los hombres que ha creado y les inventa historias y cientos de sucesos para agitar sus vidas y hacer así más completa su propia creación. Cada hecho que engendra es uno más en su libro, que es el Libro de los Libros, el que recoge todas las historias posibles, todos los personajes imaginables, todos los libros que han podido escribir esos personajes con cada uno de los relatos posibles.

Representa todas las obras, pinta todos los cuadros; ha dibujado cada paisaje que él mismo ha ideado. Delinea proyectos, es el arquitecto de los arquitectos, el constructor de todas las construcciones posibles, el mago de losmagos.

Y lo observa todo desde suescritorio, el que está situado en mi imaginación. Y yo le veo creando, inclinado sobre millones de hojas de papel escritas con tinta indeleble, perpetuando su obra, volcado sobre todas las vidas posibles, inventando nuevos y viejos episodios. Y le ideo a él otro mundo, en el que no puede seguir trabajando y ha de vivir otra historia, y le creo en otras situaciones, ninguna igual a la otra. Invento nuevos acontecimientos y sueños, aventuras y accidentes. Escribo ahora mi Libro, el que a pesar de todo le seguirá perteneciendo a él, a su misma obra, porque me ha imaginado así, y sólo hago lo que está escribiendo en este momento. Escribo estas palabras porque él así lo hace y cesaré en cuanto él cese. Pertenecer a su Libro es como pertenecer a un Dios. Siempre bajo su poder, siempre bajo su influencia. Marionetas en la cuerda, títeres en el gran teatro, en la gran orquesta sinfónica mundial cuyas partituras son ahora un capítulo más. Uno cualquiera. Tampoco tiene tanta importancia.

http://losmanuscritosdelcaos.blogspot.com


Marta Abelló (España)




sábado, 11 de abril de 2009

Te quiero a las diez de la mañana...


Te quiero a las diez de la mañana, y a las once, y a las doce del día. Te quiero con toda mi alma y con todo mi cuerpo, a veces, en las tardes de lluvia. Pero a las dos de la tarde, o a las tres, cuando me pongo a pensar en nosotros dos, y tú piensas en la comida o en el trabajo diario, o en las diversiones que no tienes, me pongo a odiarte sordamente, con la mitad del odio que guardo para mí.
Luego vuelvo a quererte, cuando nos acostamos y siento que estás hecha para mí, que de algún modo me lo dicen tu rodilla y tu vientre, que mis manos me convencen de ello, y que no hay otro lugar en donde yo me venga, a donde yo vaya, mejor que tu cuerpo. Tú vienes toda entera a mi encuentro, y los dos desaparecemos un instante, nos metemos en la boca de Dios, hasta que yo te digo que tengo hambre o sueño.
Todos los días te quiero y te odio irremediablemente. Y hay días también, hay horas, en que no te conozco, en que me eres ajena como la mujer de otro. Me preocupan los hombres, me preocupo yo, me distraen mis penas. Es probable que no piense en ti durante mucho tiempo. Ya ves. ¿Quién podría quererte menos que yo, amor mío?

Jaime Sabines (México, 1926-1999) Otro recuento de poemas: 1950-1993, México, Joaquín Mortiz, 1993.

La autoridad


En épocas remotas, las mujeres se sentaban en la proa de la canoa y los hombres en la popa. Eran las mujeres quienes cazaban y pescaban. Ellas salían de las aldeas y volvían cuando podían o querían. Los hombres montaban las chozas, preparaban la comida, mantenían encendidas las fogatas contra el frío, cuidaban a los hijos y curtían las pieles de abrigo.

Así era la vida entre los indios onas y los yáganse, en la Tierra del Fuego, hasta que un día los hombres mataron a todas las mujeres y se pusieron las máscaras que las mujeres habían inventado para aterrorizarlos.

Solamente las niñas recién nacidas se salvaron del exterminio. Mientras ellas crecían, los asesinos les decían y les repetían que servir a los hombres era su destino. Ellas lo creyeron. También lo creyeron sus hijas y las hijas de sus hijas.

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Eduardo Galeano (Uruguay, 1940). Memorias del fuego. I Los nacimientos (1982). Siglo Veintiuno, Madrid, 1991, págs. 41-42.

miércoles, 8 de abril de 2009

La obra maestra

El mono cogió un tronco de árbol, lo subió hasta el más alto pico de una sierra, lo dejó allí, y, cuando bajó al llano, explicó a los demás animales:
—¿Ven aquello que está allá? ¡Es una estatua, una obra maestra! La hice yo.
Y los animales, mirando aquello que veían allá en lo alto, sin distinguir bien qué fuere, comenzaron a repetir que aquello era una obra maestra. Y todos admiraron al mono como a un gran artista. Todos menos el cóndor, porque él era el único que podía volar hasta el pico de la sierra y ver que aquello sólo era un viejo tronco de árbol. Dijo a muchos animales lo que había visto, pero ninguno creyó al cóndor, porque es natural en el ser que camina no creer al que vuela.
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Álvaro Yunque (Argentina, 1889-1982)
Puro Cuento, Nº 16, mayo-junio de 1989, pág. 25.

lunes, 6 de abril de 2009



El viernes 3 de abril, se realizó la presentación del libro de mi querida amiga y compañera Astrid Paola.

Ella es una joven escritora acapulqueña forjada en los talleres de Narrativa de la Promotoría Cultural Aída Espino, discípula del galardonado profesor Gustavo Martínez Castellanos. Pao, como la llamamos en el taller, es una mujer de creatividad inagotable, su talento le permite incursionar en los diversos géneros de la narrativa, con audacia e imaginación.

Con frecuencia Pao nos deja sorprendidos al leernos sus cuentos. Alguna vez reunidos en nuestra gran mesa de trabajo, ella leyó uno de sus cuentos con la intención de talleriarlo, de recibir la opinión del grupo, corregir tiempos, verbos, puntuación, etc. Pero al final de su lectura, cuando levantó la vista para recibir las opiniones, todos permanecimos en silencio, aun viajábamos por las imágenes narradas en su historia, continuábamos atrapados en su narrativa; nos miramos unos a otros y no exagero al decir que ese día su cuento no recibió corrección alguna, era un cuento perfectamente pulido (evento por demás inusual en nuestro taller).

Me gustaría que Pao compartiera en este blog ese cuento en particular, pero también sé, -por que es lo usual- que al publicar sus creaciones en la web, pierde la oportunidad de participar con esa obra como inédita, que generalmente es requisito necesario en los certámenes. Ya le pediré que nos ceda algún cuento de su libro “Viendo pasar el viento” para este espacio.

¡Enhorabuena Pao!


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Bruja Curandera

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"Aún una vida feliz no es factible sin una medida de oscuridad, y la palabra felicidad perdería su sentido si no estuviera balanceada con la tristeza. Es mucho mejor tomar las cosas como vienen, con paciencia y ecuanimidad"

〜※Carl Jung※〜